Perder a un ser amado
A mi modo de ver, tratar de comprender el problema del amor es como intentar comprender el problema de la existencia misma.
Cuando nos acontece, lo percibimos como un fenómeno complejo que es a la vez particular y universal. A pesar de que es un sentimiento que existe en nuestro imaginario colectivo y es constantemente retratado (mil películas, mil novelas, mil poemas, mil canciones), cuando lo experimentamos por cuenta propia nos encontramos con una desconcertante y aterradora realidad: nos damos cuenta de que ese sentimiento, tan vital para nosotros —causa de nuestras penas o alegrías— es para otros apenas perceptible, a veces identificable, pero apenas relevante. Lloramos y nos desvivimos, sin poder evitarlo, por un sentimiento que se nos presenta como fútil e intrascendente en el gran esquema de las cosas comunes. Quizás el problema es que todo amor es un amor cualquiera.
El filósofo italiano Giorgio Agamben aborda en su libro “La comunità che viene” (1990) la cuestión de la singularidad cualquiera, enfocándose primero en la definición del ser cualquiera:
“En la enumeración escolástica de los trascendentales (quodlibet ens est unum, verum, bonum sen perfectum—cualquier ente es uno, verdadero, bueno o perfecto), el término que, permaneciendo impensado en cada uno, condiciona a todos los otros es el adjetivo quodlibet. La traducción común de este término como “cualquiera” en el sentido de “no importa cual, indiferentemente” es ciertamente correcto, pero en su forma en latín dice exactamente lo opuesto: Quodlibet ens no es “ser, sin importar cuál”, sino más bien “ser, tal que siempre importe”. El latín siempre contiene ya, es decir, una referencia a la voluntad (libet). El ser cualquiera tiene una relación original con el deseo.”
Tendría sentido aplicar esta idea al problema del amor que intento abordar, en la medida en que el amar implica siempre un deseo. Uno quizás diga “te amo” a una persona cualquiera, pero es precisamente al poner el énfasis en el quiera que podemos comprender que en el amor estamos aplicando ese “ser, tal que siempre importe”. Cada uno de los momentos particulares compartidos con ese ser amado, cada uno de los actos efectuados con y hacia él, buenos o malos, placenteros o dolorosos, son una manifestación de mi deseo y en esa medida van constituyendo, todos y cada uno, el ser de ese amor.
Esta idea puede ser mejor entendida a partir del principio de individuación que Agamben describe como una especie de proceso a través del cual lo universal se hace singular: “Duns Scoto concibió la individuación como una añadidura a la naturaleza o a la forma común (por ejemplo, la humanidad)—una añadidura no de otra forma o esencia o propiedad, sino de una ultima realitas, de una “extremidad” de la forma en sí”. Como el halo que vemos en las imágenes de los ángeles y los santos, que sería la añadidura que viene a significar la extremidad de su beatitud, podríamos hallar en el ser amado, y en el sentimiento amoroso como su añadidura significante, la extremidad de una propiedad a través de la cual el amor se nos presenta como individual, singular, sin dejar de ser un amor cualquiera: “Cualquiera es la cosa con todas sus propiedades, ninguna de las cuales, sin embargo, constituye diferencia. La in-diferencia con respecto a las propiedades es lo que individúa y disemina las singularidades, las hace amables [deseables] (quodlibetables) [cualqueribles]”.
Es común pensar que para amar a alguien primero hay que conocerlo, pero quizás tiene más sentido pensar que no se trata de un proceso de conocimiento del otro, sino de la individuación del amor mismo a través del sentimiento amoroso. Es solo a través de este sentimiento que el ser amado se nos presenta como una singularidad deseable, como potencial de ser de ese amor cualquiera. En el proceso de individuación del amor también hacemos presente a un otro que no es precisamente el ser amado, sino su añadidura, el remanente del sentimiento amoroso que, insatisfecho, encuentra en el ser amado su extremidad, pero no su completa realización. Este remanente podría tomar la forma de una versión idealizada del ser amado que, al no ser tal y como desearíamos que fuera como potencial amor, deja un espacio para que exista en la imaginación ese otro ideal.
Cuando el potencial de ser del amor nos es negado absolutamente por el ser amado –cuando somos rechazados o nuestro amor no es correspondido– nos vemos confrontados con su potencial de no ser, potencial que transforma cualquier sentimiento, antes entrañable, en dolor. E incluso así podríamos asumir el amor en su potencial de no ser, en forma de infatuación o masoquismo. Pero por otro lado estaría la posibilidad de asumir la pérdida de ese ser amado, hacerlo desaparecer de nuestras vidas y entrar en el duelo. En “Duelo y Melancolía” (1917), Freud define el duelo como “la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc. A raíz de idénticas influencias, en muchas personas se observa, en lugar de duelo, melancolía”.
Aun asumiendo su pérdida, quedaría todavía en nosotros el remanente de sentimiento amoroso, ese otro ideal que hemos creado y sin el cual no concebimos la posible realización de nuestro potencial amor. Freud se aproxima a comprender esta situación al comparar la melancolía, que “se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí”, con el duelo que “contiene idéntico talante dolido, la pérdida del interés por el mundo exterior –en todo lo que no recuerde al muerto–, la pérdida de la capacidad de escoger un nuevo objeto de amor –en remplazo, se diría, del llorado–, el extrañamiento respecto a cualquier trabajo productivo que no tenga relación con la memoria del muerto”. La gran diferencia entre la melancolía y el duelo es que en la melancolía se manifiesta una “perturbación del sentimiento de sí que se exterioriza en reproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo”. Podría decirse que la persona que asume el duelo encuentra la causa de su dolor en una circunstancia externa, lidia con la pérdida aceptando que el ser amado le ha sido arrebatado por la muerte. Por otro lado, en la melancolía, el dolido experimenta un odio hacía sí mismo y una imposibilidad de concebir la vida, no solo sin el ser amado; de concebir la vida en sí. Quizás esto tendría que ver con ese remanente de sentimiento amoroso que, con la pérdida del ser amado, asume una forma espectral dentro de nosotros, desatando un dolor que encuentra su causa de vuelta en nosotros mismos; no en la pérdida del ser amado sino en el remanente de sentimiento amoroso que ha dejado en nosotros y que se rehúsa a desaparecer.
Cuando la perdida es la consecuencia de una muerte, el funeral se nos presenta como un rito de paso para despedir a ese ser amado y comenzar a comprenderlo en el tránsito hacia su nueva existencia, en nosotros, como recuerdo, como ausencia, como ángel o fantasma; hacia su no estar. Dentro de la fe cristina, es común realizar, como parte del rito funerario, una ceremonia religiosa en la que los vivos ruegan a Dios por la salvación del alma del difunto. “Dale señor el descanso eterno, brille para ella la luz perpetúa”, repiten una y otra vez en oración sus seres queridos.
Rodeamos al difunto con flores, una tradición que en la antigüedad servía para disfrazar el olor de la putrefacción del cuerpo que permanecía varios días expuesto, mientras los vivos lo velaban y oraban por la salvación de su alma. También enterramos o cremamos el cuerpo que el alma ya ha abandonado. Llevamos el ataúd hasta el cementerio, que es la tierra santificada donde descansará por toda la eternidad, o ponemos sus cenizas en una urna que reposará en un mausoleo o recinto sagrado. Todas estas son acciones simbólicas a través de las cuales encomendamos el alma del ser amado a la misericordia de Dios. Después de todo, la muerte es el momento de la justicia divina, de la que ningún alma puede escapar.
Al asumir la muerte del ser amado como un tránsito sin retorno, nos vemos obligados a lidiar no solo con la pérdida de su amor, sino de toda su existencia. Quizás creamos que podemos comunicarnos con ellos en oración; quizás, afectados por creencias más profanas o folclóricas, creamos verlos como fantasmas, deambulando todavía como almas en pena que no han podido dejar este mundo; quizás les digamos a los niños que un difunto ser amado los cuida desde el cielo como un ángel. En todo caso, tras la pérdida del ser amado, el sentimiento amoroso queda relegado a un pensamiento de lo sobrenatural.
Pero la pérdida del ser amado en el rechazo, a primera vista, parece no tener nada de sobrenatural. Y aun así es enigmática, y aun así parece escapar la definición. Es singular, es el amor en todo su potencial de no ser que excede nuestra comprensión y quizás por ello no hay conversación, ni oración, ni canción, ni exorcismo, ni lamento, que logre dispersar completamente el remanente de sentimiento amoroso.
A falta de funeral, debemos encontrar cada uno la manera de hacer duelo con ese sentimiento y seguir con nuestra vida, haciendo nuestro mejor esfuerzo por asumir la pérdida, aun sabiendo que esa persona seguirá caminando por la Tierra. Y quizás el único consuelo sea la certeza de la melancolía, la de cargar dentro de nosotros mismos el espectro, el remanente de sentimiento amoroso, el otro ideal, imaginario, en el que el amor se nos presentó alguna vez como posible, y su impasible reverberación.
Ningún ritual de despedida parece suficiente. El ser ideal de otro no encuentra su salida de nosotros. Quizás su salida solo implicaría la muerte del amor en nosotros.
En “Fragmentos de un discurso amoroso” (1977), Roland Barthes, al tratar de definir las “Ideas de solución” en equivalencia con la palabra “Salida”, habla de una “manipulación fantasmática de las salidas posibles de la crisis amorosa”. Y, al profundizar en ello, se acerca bastante a enunciar esa cualidad lúgubre y espectral implícita en la pérdida de un ser amado, pero desde la perspectiva de quien ama, del doliente, del vivo sin vida:
“Todas las soluciones que imagino son interiores al sistema amoroso: retiro, viaje, suicidio, es siempre el enamorado quien se enclaustra, se va o muere; si se ve encerrado, ido o muerto, lo que ya es siempre un enamorado: me ordeno a mí mismo estar siempre enamorado y no estarlo más. Esta suerte de identidad del problema y de su solución define precisamente la trampa : estoy entrampado porque está fuera de mi alcance cambiar de sistema : soy “hecho” dos veces : en el interior de mi propio sistema y puesto que no puedo sustituirlo por otro. Ese nudo doble define, al parecer, cierto tipo de locura (la trampa se cierra, cuando la desgracia carece de contrario : “
¿Y entonces qué queda? ¿Solo resignarse a perder la vida propia en la melancolía, como un suicidio? ¿O darle muerte a ese sentimiento amoroso a través de un funeral metafórico, convertirlo en ángel o fantasma para asumir finalmente la pérdida?
1. Agamben, G. (2007) The comming community. Ed. 6. Traducción de Hardt, M. University of Minnesota Press. Minneapolis. p.8 (La traducción es mía)
2. Ibíd. p.24
3. Ibíd. p.26
4. Freud, S. (1917) Duelo y Melancolía. [Rescatado de internet el 29 de Enero de 2021: http://files.usal-psicopatoinfanto.webnode.com.ar/200000162-b8ac3b98dd/freud.%20Duelo%20y%20Melancolia.pdf] p.4
5. Ibíd. p.4
6. Ibíd. p.4
7. Ibíd. p.4